Cuando la vida te da
limones haz limonada. Esa era la frase que su padre repetía constantemente.
Una y otra vez, en cualquier situación, como si con el simple hecho de decirla
sus problemas desapareciesen. Y ahora allí estaba ella, en mitad de la Grand
Central Terminal de Nueva York, con toda su vida en tres maletas, el miedo
metido en el cuerpo, poco dinero en el bolsillo y con ninguna ganas de hacer
limonada.
Salir de su pueblo había sido la decisión más difícil que
había tenido que tomar en su corta e inexperta vida, pero sentía que era la
adecuada. No podía seguir dependiendo de que las cosas fueran mejorando en su
país, que la crisis fuera quedándose atrás como un mal sueño. El trabajo
escaseaba, la empresa de su padre no estaba pasando por el mejor de los
momentos. Habían tenido que despedir a veinte personas y aún así los beneficios
no llegaban. No podía esperar que su padre le mantuviese hasta que un posible
marido tomara el relevo. No era de esa clase de mujeres. Siempre se había
caracterizado por tomar las riendas de su vida y huir de lo cotidiano.
Pero en esta ocasión era diferente, buscarse la vida en un
país distinto al tuyo, con el que no se compartía idioma ni costumbres era
diferente. Pero sabía que podría con ello, era una mujer fuerte y nada la haría
mirar atrás, “para atrás ni para coger
impulso”, esa sí que era una frase que iba a poner en práctica todos los
días.
- ¡Quítate del medio!... malditos turistas se
creen dueños de la acera.
La reprimenda del hombre montado en bici junto con sus
aspavientos la devolvió a la realidad. Tenía que ponerse en marcha, buscar el
hotel que había reservado para pasar los primeros días, instalarse y comenzar
la búsqueda de un apartamento donde vivir. Por suerte contaba con la ayuda de
Lola, una joven puertorriqueña a la que había conocido cuando ambas estudiaban
en la universidad. Teniéndola a ella por lo menos no se sentiría tan sola.
Agarró las maletas se acercó al borde de la acera y levantó
el brazo. Los taxis pasaban a su lado como si fuera invisible. Por mucho que se
descoyuntara por llamar su atención, nada, seguían de largo.
-
-TAXI!...¡Ta..!... ¡Por dios!... ¡TAXIIIIIIIII!- decidió
acompañar el grito de frustración junto con un potente silbido. Ese que su
abuelo le había enseñado en los veranos de su infancia cuando se iba con él a
pastorear las ovejas que tenía su familia, y que su madre tanto odiaba puesto
que decía que no era digno de una
señorita con su educación
Como si de una llamada secreta se tratase al instante un
taxi amarillo paró enfrente de ella. El conductor salió y después de un “buenos
días” sin gracia ni alma, agarró las maletas y las metió dentro del maletero.
Luego volvió a subir al coche acompañado de ella.
- -Me gustaría que me llevara hasta el Broadway
Hotel. Creo que está entre la 230 este y la 110.
-
-Sé donde está. Llevo toda mi vida viviendo aquí-
respondió lánguidamente el conductor. Después subió el volumen de la radio y no
volvió a hablar en todo el trayecto.
¡Caray! Espero que no todo el mundo sea tan rudo como este
hombre, pensó. Era consciente que los
newyorkinos no se caracterizaban por su simpatía y hospitalidad. Al contrario,
Lola siempre le había hablado de ellos como personas que solo se preocupan por
su trabajo, por ser productivos sin importarles que tenían que hacer por conseguirlo.
Siempre pendientes de sus teléfonos móviles, de sus reuniones. Eran fácilmente distinguibles
del resto de comunidades que habitaban en la gran manzana. Notó la vibración
del teléfono dentro de su chaqueta. Como pudo consiguió sacarlo del bolsillo y
al mirar la pantalla donde estaba parpadeante el nombre de su llamada sonrió
por primera vez.
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